Hoy quiero compartir contigo algo más personal.
Quiero hablarte de lo que viví este sábado, porque fue un día extraordinariamente completo para mí.
Por la mañana, mi pareja, mi madre y yo fuimos al pueblo donde ella nació, una zona maravillosa en el interior de la provincia alicantina.
Queríamos visitar la Cova de l’Or, una cueva del Neolítico donde los últimos años han hecho excavaciones y descubierto cientos de reliquias sepultadas bajo los escombros. Se ha vuelto una actividad turística muy famosa, incluso varios museos albergan piezas encontradas aquí. A pesar de haber nacido muy cerca, mi madre nunca había ido a visitarla porque no era un plan muy habitual cuando ella era más joven.
Esta cueva está en la parte superior de una montaña. Nos hacíamos a la idea de que habría un “paseito” importante para llegar, pero no nos imaginábamos cuán arriba iba a estar.
Ella no está acostumbrada a esta clase de paseos. Es una mujer jubilada, que cuando trabajaba se movía mucho para sanar enfermos, y hoy día camina mucho pero no suele “subir montañas” (por decirlo de alguna forma), así que ya se hacía a la idea de que le resultaría duro.
Al poco tiempo de comenzar la ruta, empezó a decirme “Ana cariño, yo no creo que vaya a poder, subid vosotros, yo os espero”.
Yo sabía que le hacía ilusión ver la cueva, así que no quise aceptarlo. Me puse a su lado, y con todo el cariño y paciencia que ella me ha enseñado a tener, la fui apoyando en cada paso: “mamá tranquila, no tenemos prisa, nos vamos parando y, pasito a pasito, llegaremos”.
Mientras tanto, el camino se iba empinando más. Dejamos una zona asfaltada para entrar en el sendero de montaña, más empinado y empedrado de lo esperado.
Mi madre continuaba caminando, aunque de vez en cuando volvía a decirme “Ana yo no puedo”. A lo que yo respondía, “Mamá, claro que sí, pasito a paso y llegaremos”.
Y después de una buena caminata sudada… ¡¡¡llegamos!!!! 🥳
Me hizo muchísima ilusión que lo consiguiera y, por su expresión, supe que a ella también 🤩
La Cueva fue interesante, pero para mí, sin lugar a dudas, lo más bonito fue aquel paseo junto a ella, en el que ambas nos mostramos mutuamente los miedos y esperanzas, apoyándonos la una en la otra.
Comimos con la familia que vive en la montaña y después volvimos a Alicante.
Por la noche, de vuelta en casa, hice lo que suelo hacer muchos sábados: me puse a trabajar en unos cursos que tutorizo y a buscar la siguiente historia para publicar hoy en mi web. Agotada por la intensidad de la jornada, sobre las 00.00hrs me fui a dormir. Y ahí recibí una siguiente visita que no esperaba en absoluto.
¿Sabes esos sueños que tienes que no sabes si estás despierto o si estás soñando? Pues esa noche tuve uno de esos. Y lo quiero compartir contigo:
Durante el sueño, me vi caminando en una casa desconocida, mirando las habitaciones hasta detenerme frente a una. Me llamó la atención un balcón que tenía las puertas abiertas y un sillón en el centro. Era de noche, y el cielo tenía un color azul claro, iluminado por la luz de numerosas estrellas y luces lejanas de una ciudad que desconozco. Parecía que la casa estaba en la ladera de una montaña. Pero lo que captó realmente mi atención fue la personas que estaba sentada en la butaca contemplando las vistas. Era mi padre.
Me detuve nada más verle. Yo era consciente de mi realidad, sabía que esa visión no podía ser. Mi padre ya no está entre los vivos. No podía estar ahí sentado. Lo vi con tanta claridad, que incluso sentí miedo. Aún así, fui hacia él. Y conforme me acercaba, sentía que el miedo iba desapareciendo, dando paso a un sentimiento de amor y paz.
Me detuve frente a él para contemplarlo. No era el último padre que vi, postrado sobre la cama del hospital, débil y cansado. Era mi padre de antes, el que jugaba conmigo en la playa, con quien hacía castillos de arena; era el padre a quien visitaba en su trabajo, quien me dejaba jugar en sus múltiples pizarras delante de sus alumnos. Era el padre con el que me iba los fines de semana a comer el McDonalds y ver películas.
Él me miró, me sonrió y extendió sus brazos. Me abalancé sobre él y sentí la calidez de su piel, su carne blandita, y la fuerza de su abrazo. Le miraba, sonreía y lloraba, a partes iguales. Qué feliz me hacía verlo de nuevo. Él también sonreía y lloraba. Siempre fue de lágrima fácil. Pero esta vez sobre todo sonreía. Me preguntó qué cómo estaba y que si era feliz. Aunque él ya sabía la respuesta.
La verdad, no recuerdo qué le respondí. Creo que en aquél momento, en un día tan completo junto con mis padres como nunca hubiera imaginado, no podía sentirme más feliz.
El padre que yo conocí era un hombre que amaba la ciencia y la matemática, y a la vez, era muy espiritual. Él me enseñó que ambos conceptos van de la mano y una no tiene por qué desmentir a la otra, ni siquiera pretenderlo.
Hablábamos mucho del Universo, del Big Bang y de la vida. Me explicaba que hay leyes tan complejas de entender y tan perfectas, que es imposible atribuirlas a la mera casualidad.
✨ La Fe llega allí donde la ciencia no es capaz ✨
Siempre pensé que se parecía a Einstein, porque me hablaba de él diciéndome que era uno de los científicos que defendía la existencia de un Ser Supremo, capaz de crear las grandes leyes del Universo incomprensibles para la mente humana. Además, ambos eran profesores de física 👨🏼🏫 y comparten el día de nacimiento 🤓
Por eso hoy te traigo en mi web este aspecto de la personalidad del gran Científico del siglo XX, un hombre también Espiritual, que daba más importancia a la intuición que al puro raciocinio.
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