¿Tienes la sensación de estar toda tu vida haciendo planes, y que de todos ellos, muy pocos se hayan cumplido o quizá pocos lo hayan hecho de la manera concreta que esperabas?
Yo cuando era niña tenía el plan de ser la siguiente JK Rowling, o la próxima directora ejecutiva de Disney Worldwide, o de los Disney Imagineering, una viajera del mundo, que para los 30 me habría casado (muy fácil y felizmente) y me habría ido de Luna de Miel a la Polinesia francesa, que tendría dos retoños hermosos y estaríamos todos comiendo perdices. Con la adolescencia en cambio me visualizaba a esa misma edad como alguien joven, con un trabajo que me hiciera feliz, viviendo en un pisito de soltera en la playa San de Juan de Alicante. Después pasé a otras cosas: vivir en Australia y tener una vida más hippie o trabajar en mi propio negocio... Cosas así.
Al llegar a los 30 nada de eso estaba cerca de cumplirse. Sorprendentemente, después de eso, poco a poco he ido dando pasos que sí me están acercando a esos planes que tenía, incluso los de la infancia -aunque de una manera muy distinta a la que esperaba. Otras, en cambio, no sucederán nunca o -aún en mi fuero interno- espero que de alguna forma desconocida, en un futuro lleguen a cumplirse.
Es lo que decía John Lennon: “La vida es lo que pasa mientras estás haciendo otros planes”.
Lo malo es que a veces planificamos como si fuéramos máquinas de productividad, racionales, organizadas, cuyo valor como persona depende de la consecución de sus logros.
Otras, lo hacemos como si el tiempo fuera eterno, como si tuviésemos todo el tiempo del mundo por delante, sin llegar a dar pasos reales que nos acerquen a nuestros deseos (porque no estamos en realidad dispuestos a contraer el compromiso que requieren).
Y otras, hacemos planes para mitigar la preocupación sobre algún problema en un futuro que hoy no existe.
Por eso me ha resultado leer la vida de Andre Agassi en su libro Open, donde cuenta que fue su padre quien le obligó -literalmente- a ser el mejor tenista del mundo.
Las esperanzas que tenía su padre en él se convirtieron en sus propios sueños, a pesar de que odiaba el tenis y de que no sabía por qué tenía aquel deseo.
Es muy curioso leer sus pensamientos y padecimientos durante los partidos, la absoluta gran dedicación y compromiso con este deporte, y la importancia que jugaba la confianza en sí mismo cada partida.
La diferencia entre ganar, perder o disfrutar no se encontraba tanto en la técnica como en la forma de afrontar mentalmente el partido. Si dejaba de pensar en darle a la bola de una manera perfecta, y se concentraba en jugar sin más, era mucho más probable que ganara. En cambio cuando jugaba con miedo o pensando demasiado y sintiendo la necesidad de demostrar su gran valía como tenista, perdía. El anhelo de dar el golpe perfecto le hacía perderse la victoria.
Además el equipo que le acompañó durante sus años de carrera resultó ser clave. Incluso que le dejaran ciertas personas cercanas fue algo muy importante en su trayectoria. Aquello le permitió conocer a otras nuevas que le ayudaron a mejorar y a conseguir su sueño.
Pero lo más curioso para mí ha sido comprobar que no se sintió feliz ni completo cuando consiguió su anhelado puesto de tenista número uno. Se sentía bien sí, pero… no era lo importante. En cambio, se sintió tranquilo y en paz consigo mismo cuando después de divorciarse encontró a su pareja ideal, una mujer que le comprendía muy bien (incluso que era mejor tenista que él).
De ahí la lección de que por mucho que te esfuerces en elaborar un plan perfecto para alcanzar lo que crees que te hará feliz, quizá la necesidad de conseguirlo te esté haciendo perder de vista otros valores a tu alcance mucho más importantes.
Y la otra lección más sonada pero menos practicada, disfrutar el camino más que la meta.
Por otro lado, hay otro libro de otra persona peculiar. Un tardío escritor checo (pues su primer libro lo escribió con 50 años) que se dedicó a prensar los libros y tesoros artísticos que caían en sus manos desde la 2ª Guerra Mundial. La guerra interrumpió los estudios de derecho de Bohumil Hrabal, obligándole a dedicarse a diferentes oficios, entre ellos el de obrero en una planta de reciclaje de papel de libros censurados.
Alguien que vio truncados sus planes de una forma que dejó de forjarlos. Se limitó a escribir y a leer cada uno de los tesoros que pasaban por sus manos, intentando salvar los que podía. Una especie de sabio antihéroe a quien coges cariño.
Su libro, Una soledad demasiado ruidosa, no tiene desperdicio. Entre sus pensamientos, expone frases e ideas de los grandes filósofos, llevándote a reflexionar sobre qué es la vida o para qué estamos aquí, o simplemente, animarnos a vivir.